La generación sin paraguas. Respuesta a la pregunta ¿dónde están los filósofos?

Por  Juan Fernando Mejía Mosquera

Escribo tarde, cuando la indignación por el artículo de Revista Arcadia ya se ha disipado, en un anochecer que me llena de orgullo por haber pasado el día leyendo las respuestas de mis colegas a la misma pregunta y al mismo artículo. Orgullo de que un conjunto de personas se haya manifestado con tal altura y con tal despliegue de argumentos e inteligencia.
Pertenezco a la generación que estudió filosofía al final de los años 80 del siglo pasado, es decir, a la generación que construyó una imagen de su profesión y de su quehacer bajo la guía de los profesores del paraguas y de otros como ellos: educados en Alemania, diestros lectores de Kant, de Husserl y de Heidegger, de la Escuela de Frankfurt los más entusiastas, los más comprometidos.  En efecto los días del marxismo habían pasado y uno veía ahora a los troskistas dedicarse con todo éxito al idealismo alemán. El compromiso de esos días, el que aprendíamos, era el compromiso con la academia.
¿Qué academia hacían estos doctores cuando fueron mis maestros? Para decirlo sin ambages se trataba en muchos casos de un ejercicio de rechazo sobre sí mismos que para consumarse tenía que concretarse en el ejercicio de rechazo por sus alumnos. ¿Cómo funcionaba este mecanismo perverso?
1. Las lenguas. El castellano no era una lengua confiable y la desconfianza que inspiraba no comenzaba  en las frases que pudieran proferir los filósofos usando esta lengua. La desconfianza por el castellano comenzaba en el sonido de los nombres propios de los que firmaban los textos. La academia de estos maestros no leía firmantes hispanos (quisiera tener a la mano las bibliografías para los cursos de esos días, no recuerdo haber leído por sugerencia de mis profesores a ninguna mujer, por ejemplo, y solamente en una ocasión tuve un curso cuya bibliografía había sido escrita originalmente en castellano, dicho curso incluiría algún latinoamericano, pero a ningún colombiano).
En esos días la enseñanza media no incluía el latín y pocos estudiantes dominaban una segunda lengua al entrar a la universidad, por aquellos días los clientes de las facultades de filosofía nos mezclábamos en los cursos del Instituto Goethe, de la Alianza Francesa o del Consejo Británico. Según la tradición en la que quisieras comenzar a militar, debías escoger una segunda lengua para apropiártela. Nada de malo en ello: salvo por un detalle, la apropiación de la lengua materna quedaba extrañamente pospuesta. La escritura en español se cultivaba al servicio de ciertos géneros literarios académicos básicos como los protocolos de seminario o los trabajos con los que respondíamos una pregunta sobre relación de conceptos. Aprendíamos y aprendimos a escribir en español con nostalgia de no poder escribir en una lengua que sí mereciera ser considerada filosófica. Aprendimos a leer sabiendo que no leíamos obras sino traducciones. Porque no había obras filosóficas escritas en español (los trabajos de apropiación de la filosofía en nuestra lengua datan del final de los años 90)
2. Pensar en nombre propio. En esos días la primera instrucción a la hora de elaborar un escrito rezaba «omita su opinión personal», por supuesto, nada que uno pudiera decir por sí mismo podría compararse con lo que los comentadores autorizados ya nos explicaban sobre el venerado texto principal. Aprendimos a escribir con «se» impersonal, jamás un «yo pienso», ni siquiera en los trabajos sobre la ilustración. No nos engañemos, no sufríamos por ello, todos jurábamos estar conquistando la cima del rigor y que la renuncia al «yo pienso» estaba extrañamente justificada. El nosotros mayestático que se imponía a veces no nombraba un presente compartido, era, casi siempre una impostura, la simulación de hablar con el otros al cual nada parecía unirnos.
3. No hay, no ha habido y no habrá filosofía en Colombia. Los días del palacio de justicia, Armero, la desmovilización del M-19, la asamblea constituyente fueron días en los que todos salimos a la calle pensando en el país pero pensando que ese pensar no era el pensar admisible en la facultad. Zuleta, Cruz Velez y Gómez Dávila optaron por no aparecer en la Universidad para que no les dijeran qué ni cuando podían pensar, resolvieron el asunto y pagaron el precio de que la academia filosófica los mirara, en palabras de los profesores del paraguas, como provincianos que no merecían consideración. De los filósofos colombianos aprendieron primero los autodidactas, los que se estaban formando en literatura y ciencias sociales, aquellos para quienes prensar el país con insumos hechos en el país era una parte legítima del ejercicio profesional. Los profesores de la universidad pública pensaban que la filosofía en Colombia arrancaba en la República Liberal, los profesores de la universidad privada con filiación religiosa no se decidían todavía a trazar las líneas que los conectaban a la tradición intelectual de la colonia.
4. Si pensar la realidad es pensar la coyuntura entonces pensar la realidad no es asunto de la filosofía. Unido a los mecanismos de exclusión cultural está un mecanismo de exclusión de los saberes, que operaba en la práctica en la misma época que se pregonaba la interdisciplinariedad. Es la misma época en pensar la realidad colombiana se identificaba con el ejercicio de un saber con un nombre extraño: violentología.
El mundo académico construido o delimitado por esas prácticas ha cedido ante presiones de todo tipo que han modificado los límites y que han puesto nuevas condiciones a las prácticas de todas las disciplinas que viven o sobreviven al interior de la institución universitaria. Eso implica que el funcionamiento empresarial de las universidades impone un conjunto homogéneo de prácticas común a todas las disciplinas, un conjunto de criterios de evaluación y una sujeción generalizada a las políticas estatales de evaluación de la calidad y promoción de la investigación. Las consecuencias de esta situación son paradójicas: la productividad aumenta, se incluyen disciplinas que antes se despreciaban pero otras sufren por dificultad para adaptarse al sistema.
Esto obliga varios, múltiples replanteamientos, caminos individuales y colectivos de producción asociación e interlocución, generación de espacios y formas de escritura y comunicación que antes no conocíamos. Ejercer la filosofía implica para mi generación la reinvención de la vida académica y la búsqueda de espacios de interlocución y de pensamiento con los que no habíamos soñado.
Para quienes han llegado a la cátedra tras semejante formación tener la oportunidad de tomar la palabra en frente de un grupo de estudiantes significa una oportunidad, de hablar en nombre propio, de explorar las posibilidades de valorar el propio discurso y de ver un interlocutor en cada estudiante.
La obligación de perseguir títulos, publicar en nombre propio, entrar en la carrera de acumular puntos por producción intelectual y el conjunto de condiciones a las que la carrera universitaria nos somete actualmente es un arma de doble filo que ejerce una presión nada despreciable sobre quienes fueron entrenados para dudar sobre cada frase que escriban y obrar con la más severa autocrítica. Para bien o para mal obedecer un mandato casi industrial ha forzado uno o varios pasos adelante en dirección a la generación de firmas, interlocuciones y lecturas mutuas.
La filosofía ha mostrado ser una disciplina útil para personas con otra formación, la interlocución con el filósofo puede darse sin que este tenga que integrar al interlocutor en una tradición disciplinar, un léxico o un hábito mental, no hay que volver filósofo al otro para que fluya la cooperación, las conexiones, la diversidad. En lugar de generar una masa de lectores, las conexiones por cooperación, sugerencia o contaminación de ideas y textos, han dado lugar a todo tipo de productos híbridos, resonancias, cooperación.
Estudio de filosofía Colombiana. Hoy es posible publicar sobre filosofía colombiana, hacer de ella el tema de un curso dentro de un departamento oficial. Esto implica asumir la lengua en que leemos y la lengua en la que escribimos como algo propio y posible. No se trata de celebrar un monolingüsmo inviable en un mundo interconectado, ni de militar en un aislamiento cultural. La propia lengua opera como una opción válida para el pensamiento, para la producción de conceptos y de formas de vida.
Las manadas, no pensamos solos, trabajamos en grupo. Apostar por esta posibilidad solamente es posible rompiendo el modelo de estudio tradicional, pasando del narcisismo de los seminarios donde el director ilumina desde un lugar privilegiado a la experiencia de un desafío mutuo y constante. Pero esto no se cumple solamente en las aulas universitarias, los encuentros y las asociaciones tienen lugar en otros espacios dan lugar o formas hospitalarias del discurso. Todo esto puede ocurrir con independencia de la presencia, en la mera circulación de las escrituras, en la proliferación de la producción que se asume patrimonio común. En una circulación casi anónima del logos y la grafía.
Hay una asignatura pendiente, la discusión y la reacción sobre los temas de la vida nacional, la cuestión de los medios, para hacerlo sin faltarse a sí misma la filosofía ha de operar una deconstrucción de las condiciones en que tome la palabra, para que la resistencia no se convierta tan solo en opinión, cultura o entretenimiento.
Firmo con la certeza de no haber hecho más que una enumeración, pero esta puede verse como una agenda para posteriores interacciones.